Casa frente al azul

Casa frente al azul
Nací el otoño del 48, en San José, un paraje ribereño del río Aguas Frías, frente a Ojo de Agua, en la finca cacaotalera que plantó el abuelo materno de mi padre, en tiempos de la Restauración de la República Dominicana; terreno que posteriormente fue partido en dos por la carretera Salcedo-Tenares. En ese enclave levantaron mis padres Gustavo Ramos Portorreal y Ana Concepción Tejada Bretón, la casa de madera donde nací, crecí, me multipliqué en dos hijas y un sin fin de historias. En esa vivienda que llamo "Mi casa de frente al azul", por tener siempre a la vista la comba celeste, el azul pizarra del Cerro de La Cruz y ante el portal, en el cielo, la estrella polar, es donde gracias a Dios aún vivo, medito, me afano, me sueño, me escribo.* * Génesis, pasión, identidad y búsqueda de una escritora dominicana: Emelda Ramos. La palabra Rebelada / Revelada: el poder de contarnos. Ediciones Femlibro, Editorial Guapané, New York, 2011.

lunes, 6 de mayo de 2019

Sobre el Nuevo Angelario Urbano, de Emelda Ramos

Reynaldo Disla


El libro Nuevo angelario urbano —Antología personal—, de Emelda Ramos, contiene 18 relatos breves o muy breves, ligados por la presencia de narradoras que escudriñan, curiosas, cultas y atentas a los detalles. Relatos unidos por la impronta del deseo, el enamoramiento o la maldad; enlazados por las figuraciones de ángeles terrenales (sin alas, como los de las películas de Pasolini), ángeles de Dios y ángeles caídos. Cuentos fusionados por epígrafes atados intrínsecamente a la historia y a los personajes. Narraciones que recorren geografías urbanas (Santo Domingo, Nueva York, Puerto Rico o París). Discursos mezclados por la música o sus ecos en el recuerdo; y, sobre todo, textos afines en el recurso del suspenso, propio de los maestros del cuento; con la expectación que mantiene al lector atento al desarrollo de la historia, hasta el final sorprendente o sutilmente irónico, y, siempre, definitivo en el cierre de lo que narra.



Es posible que las narradoras, en varios de los relatos, manifiesten algunos rasgos de la autora: Emelda Ramos. Estos entes (las narradoras) mantienen, en todos los microrrelatos, la persistencia de la mirada penetrante, observadora, muy curiosa, minuciosa, imaginativa, y con un sentido del humor controlado, no obstante, permanente y eficaz. Unas narradoras, en diversos cuentos, buena gente, enamoradizas y un tanto románticas, con reacciones propias de creyentes en Dios, y por supuesto, en sus servidores buenos, los ángeles, y en los malos, lacayos de Satanás, los ángeles caídos.

La autora ejerce con prosa precisa, cada frase tiene peso e importancia; ella observa la acción, junto a las narradoras, desde ángulos sorprendentes del tiempo y el espacio. Muestra un dominio instintivo de la psicología de los personajes, y los hace hablar, pensar y actuar, de tal manera, que da la impresión de que estamos leyendo un acontecimiento, crónica o anécdota, que ocurrió de verdad, y NO que leemos textos de ficción. La sensación de verdad, no importa si son sucesos reales o imaginarios, está plenamente lograda en cada historia.


La publicación del Angelario… con sus geografías urbanas, surge, en parte, del propósito de la autora de borrar de este mundo la noción de que ella es una creadora exclusivamente costumbrista o rescatadora de leyendas taínas y campesinas. Algo similar sucedió, y sucede con Juan Bosch, cuya producción cuentística alcanza casi un 20 por ciento de cuentos urbanos, sin contar sus cuentos donde el paisaje rural es observado desde el punto de vista de un personaje urbano, y otros donde un personaje urbano es uno de los protagonistas del relato de ambiente campesino. En Angelario urbano, (2003) y el Nuevo angelario urbano (2019), queda demolida esa percepción o deseo de encasillar a Emelda Ramos.  La acción, en estos cuentos, ocurre en Santo Domingo (muchos en la ciudad colonial), en Nueva York y su subterráneo, Puerto Rico, y París. 


La música atraviesa muchas de las narraciones, a veces como clave estructural; una melodía o su recuerdo acerca a los personajes, los envuelve en ciertas atmósferas esenciales al argumento. Algunos efectos sonoros, además de la música, hacen de la prosa de Emelda Ramos un horizonte de oídos abiertos, donde jamás se ignora que la realidad contada, suena. Se registra el tránsito, a través del angelario, de piezas musicales como Candilejas de Charlie Chaplin, un concierto para clavecín de Jean-Philippe Rameau, románticas melodías de moda que se oyen en un Centro Comercial, una referencia a los Conciertos de Otoño del Carnegie Hall y a Bach, La bamba (de Ritchie Valens) a ritmo de rap, los sublimes sonidos de un acordeón de boca, la “música martillante de las velloneras”, el Aleluya de Haendel, el villancico o aguinaldo dominicano A las arandelas (de Julio Alberto Hernández), La vie en rose (escrita por Édith Piaf), My Sweet Lord (de George Harrison), La serenata de Schubert, entre otras sonoridades que enriquecen el universo sensible de las narraciones, y constituyen elementos fundamentales de lo contado.

Cada historia, desde su apertura, despliega incógnitas que desvelar. Más allá de la frase inicial que agarra, el misterio reside en la situación conflictiva que se inicia, y que a veces emplea más de un enunciado, pero igual sujeta al lector y lo mantiene atento y curioso. Las estructuras narrativas producen efectos similares a los que causan los relatos cinematográficos o televisivos de Alfred Hitchcock, que además de argumentos que van complicándose, implican, de manera relevante, la psicología (manía, fobia u otra patología conductual) de los personajes. Emelda Ramos, como quería Juan Bosch (en sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos), lleva a sus lectores agarrados por la cabeza, amarrados al relato; un relato que transcurre cual flecha disparada a su blanco, que no se desvía, ni para observar el paisaje, por muy bonito que este sea.

Sí observamos bien, los epígrafes de Nuevo angelario urbano, proponen un juego de descubrimientos para el lector. No son simples epígrafes que pegan o combinan con el tema del relato. Más que eso, se relacionan interiormente con la historia, con los personajes y sus acciones. Los epígrafes, versos de poetas dominicanos, plantean una segunda lectura necesaria, para obtener el goce completo de estas obras. Se tendrá una visión más completa de lo que acaba de leerse y experimentarse, si se vuelve nuevamente al epígrafe, y se lee por segunda vez: los hallazgos y sorpresas serán admirables.

Lo femenino, como materia de estudio literario, tiene en este angelario un ejemplo propicio: los detalles que atraen la atención de las narradoras, actitudes ante los problemas, visiones del hombre amado, relaciones familiares, sensibilidad social expresada de una forma muy particular, un tipo de humor al que no me atrevo a ponerle apellido; en fin, que esa percepción femenina de la realidad, que la crítica puede revelar, está aquí, palpable y concreta, y a propósito.

Finalmente, recomiendo disfrutar de la lectura de Nuevo angelario urbano —Antología personal—, un libro valioso en la narrativa dominicana, cuya excelencia garantizo. Muchas gracias.

Nota: Presentación de Reynaldo Disla, en la XXII Feria del Libro, el pasado 28 de abril.

martes, 3 de abril de 2018

ORO DE LEY O LAS CIGUAPAS NO SE PEINAN



“…bajándose por entre las ramas,
una cierta forma de personas,
que no eran hombres ni mujeres,
ni tenían sexo de varón ni de hembra;
procuraron cogerlas, pero ellas se escurrían
como si fueran anguilas…”
Mitos de Creación Taína

El arroyo de Clavijo hace confluencia con el de Juana Núñez y el río Jayabo, creando en un minúsculo delta, un paraje soledoso, verdinegro, habitado con grandes piedras y árboles muy altos, en cuyos troncos se trepan manos poderosas, bejucos caros y otras enredaderas.

Mas, no sólo pedregones habitan el lugar y eso, desde Dios se sabe; por ello también los más viejos jamás osan despertar ni con sus pisadas las grimas del paraje.

La muchachada en cambio, hizo de él la Mesopotamia de sus sueños y aventuras, donde las lianas más fuertes hacen sus delicias, pues en ellas se cuelgan e impulsan de una orilla a la otra del riachuelo, desafiando el peligro de caer sobre uno de esos pedregones.
La tropa de Boy Scouts, adoptó el sitio como escenario de sus recorridos y exploraciones, por lo accidentado del relieve tan rico en sorpresas como una jungla. Al margen de tan seria actividad, había un espacio hacia el que devenían siempre que les sobrevenía el anochecer y era éste el de su predilección.
—¡Ahora, a contar cuentos! —proponía alguien.
—¡Yo me sé uno! —aceptaba otro el reto.
—¡Qué no sea largo! —irrumpía un atrevido.
—¡Y que no sea inventado por ti! —nunca faltaba un crítico.
Entonces cobraban vida los más insólitos seres: duendes, marimantas, hadas, comegentes, gnomos, goeizas, dragones, gigantes, juanbobos, animasenpenas, princesas y galipotes, en un génesis fantástico, que sólo se interrumpía a las voces de las madres.
—¡Chichoooooo! ¡A cenar!
—¡Monchito, no me hagas llamarte otra vez!
—¡Manuel, vengan ya!
—¡Cao! ¡Caooooo!
Y cada uno respondía al reclamo de la vida en sus estómagos y, tomaba la dirección hacia su hogar, que de repente era una verdadera senda de iniciados.
—Recuerda Monchito, ahí no se pisa: es la boca de la cueva del Serpentón.
—¡Cuidado!
—No mires Manuel: no mires esa mata de coco, tú sabes bien lo que es.
—Sí, ya lo sé. No es ninguna mata de coco.
—¡Claro que no! ¡Es una ciguapa!
—Sí, ese tronco pandíao te lo dice; siempre que veas una palma de coco así, regordeta, con tamaño casi como de gente, ya lo sabes: es una ciguapa que se transformó en mata para que no la vean a la luz del sol. ¡A mí no me engañan!
—A mí tampoco Chicho. Las ramas son los cabellos, el tronco se pega a la tierra pandiado, porque son dos pies juntos y al revés y los cocos, son las tetas. ¡Nos está mirando, corre!
—¡Aay!
—¡Caonex, cántale!
—“Ciguapa cigua palmera
Dime tu nombre, dime tu pena.
Si eres guapo, si guapo eres
Sigue mi rastro y lo sabrás”.

Ese Caonex, era el que disputaba con los demás Boy Scouts de su tropa, el derecho a tarzanear en el bejuco… y dicen ellos, que se fue solo, fuera del entrenamiento, para ganar pericia en sostenerse en el péndulo egetal y así poder presumir de un nuevo récord, ante las muchachitas. Y no es cuento lo que dicen:
Una india lo observaba en su delirio trapecista, día tras día y, se prendó de él, pero cuando él lo contó ninguno le creyó: era otro de sus alardes. Muy tarde nos hicimos a la idea de que la apasionada india, aprovechó una tarde total soledad y saltó del río —puente del tiempo— al bejuco.
Pudo ser la sorpresa de verla aparecer en el mismo instante en que se impulsó, pero bien pudo ser que el doble peso echara abajo la liana.
Aquel día, si no cambió, al menos sí trastocó el tono de nuestras vidas. Pues lo cierto es que a Caonex lo lo encontraron yacente sobre las piedras, roto el cráneo y la espalda, los ojos clavados en el mayor de los asombros, en la boca, la roja huella de un beso de mujer y en las manos, en vez de un verde ripio del bejuco, una guedeja de cabello largo y negro a la cual se agarraba con todas sus fuerzas pre-morti. Aquellos cabellos no pertenecían a ninguna mujer lugareña o conocida.
¿De una ciguapa? ¿Era aquella la trenza de una ciguapa?
Fue la primera y más escalofriante de las preguntas —respuestas al enigma.
Las plañideras ayeaban asordinando el llanto de la madre de Caonex que gimiendo le acariciaba, le reconocía el rostro, el pecho, todo el torso, como si quisiera contactar si algo faltaba en ese cuerpo, hechura de su propio cuerpo y aliento de su alma y de pronto, lanzó un grito visceral, que cortó de un tajo todas las colectivas interrogantes.
En su doloroso recorrido por las extremidades, la madre había arrancado de las crispadas manos de su pobre Cao, la mata de cabello femenino, como para librarlo al fin de su maléfico poder, pero he aquí que, aquellos largos pelos eran lacios, gruesos, cortantes como crines y tenían…
—¿Qué es esto?... ¡Dios del Cielo?... ¿Qué es?
—¡Oh!
—¡Una peineta dorada!
Entonces, la memoria viviente del lugar, recuperó para sí el espacio y el tiempo.
Muchos años antes, Pai Francisco, el abuelo de Chicho, bajó de la loma muy tarde de la noche. Y era aquella, la noche final de una epopéyica cogida de café, cuando en medio del monte la columbró.
Era una ciguapa y él fascinado le silbó y le cantó:
—“Ciguapa, cigua palmera
dime tu nombre dime tu pena.
Si eres guapo, si guapo eres
sigue mi rastro y lo sabrás”.
Y por supuesto que la siguió… entre los espesores y los negros boquetes de la noche la persiguió, sin dejarse confundir por las huellas al revés, la rastreó, enredándose entre los bejucos, tropezándose contra bambúes, cortándose con las mayas y enronchándose con las pringamozas, la asedió.
Varias veces la tuvo al alcance de su mano, pero ella se trepaba en los árboles tan vertiginosamente como si tuviera alas y él le cantaba su nombre, al derecho y al revés:
—“Ciguapa, ciguapa
Apugic, apaugic”.
Ella reaparecía al oírlo, mas, corría de nuevo sin detenerse, como la noche hacia la adrugada, que ya estaba cerca y ella lo sabía. Así que, no corría, parecía volar a saltos y, cuando la alcanzó, ya sin aliento él y por eso dando tumbos por el suelo, fue por los cabellos que la tocó, asiéndole tan sólo el pelaje que le llegaba a los pies; pero en el acto, la cabellera se transformó en las largas y desmayadas ramas de una palma de coco que, inmóvil, muy graciosa, quedó con su tronco en tierra, patizambo. Y como es de suponer, esa súbita y estática presencia en el bosque, borró toda la razón, todo el acicate de la maratónica carrera de Pai Francisco, pero no así, la perenne sensación de aquel contacto.
Fue a partir de esa aventura que Pai Francisco se aciguapó: empezó a cargar del monte los tubérculos del bejuco indio, que es como una batata y los enterró aquí mismo, en la mesopotamia de los tres arroyos, que se fue volviendo jungla, pues también propagó el bejuco chino, el maravedí, el cundiamor, el muzú y el bejuco de burro: pero lo que más celaba era el bejuco indio, pues de él fabricaba un mabí de su jugo, que sabe más rico que cualquier cerveza y tejía sus cesterías: canastos, aguaderas, hamacas y tures, para el bohío que entre las marañas se construyó para pernoctar.
Es cierto, las ciguapas tienen los cabellos muy largos, hasta el suelo, pero ya lo dijo él, Pai Francisco, el único que los tocó:
—“Suaves, como barba de maíz son, como suaves estambres de una flor es que son; ah, y sólo su libertad los peina”.
—Entonces, ¿qué razón de ser tendría aquel abalorio? —se preguntaban todos.
Llevaba la extraña peinetilla a Mario Aguasvivas, conocido joyero y amigo de la familia, quien a su vez la mostró a los más expertos orífices de Santo Domingo, el dictamen no tardó:
Está afiligranada en oro y es oro de ley, muy antiguo, quizás de muy antes de La Colonia.

FIN
Emelda Ramos
del libro

viernes, 30 de marzo de 2018

Génesis, pasión, identidad y búsqueda de una escritora dominicana.


Todos nacemos poetas (quitando los cuatro gatos que organizan las guerras), ha dicho la reconocida poeta española Gloria Fuertes; pero yo pienso que si por obra y gracia de Dios nacemos poetas, pero escritora, llegar a ser escritora, está fuertemente condicionado por el contexto en que se nace. Nací, el otoño del 48, en San José, un paraje ribereño del río Aguas Frías, frente a Ojo de Agua, en la finca cacaotalera que plantó el abuelo materno de mi padre, en tiempos de la Restauración, y que posteriormente fue partida en dos por la carretera Salcedo-Tenares. En ese enclave, levantaron y ensancharon mis padres, Gustavo Ramos Portorreal y Ana Concepción Tejada Bretón, la casa de madera donde nací, crecí, y me multipliqué en dos hijas y un sinfín de  historias. En esa vivienda que llamo “Mi casa de frente al azul” por tener siempre a la vista la comba celeste, el azul pizarra del Cerro de La Cruz y ante el portal, en el cielo, la estrella polar, es donde gracias a Dios aún vivo, medito, me afano, me sueño, me escribo.
Pero cómo y cuando nací, en lo que la narradora Carmen Martín Gaite llama “el reino de lo literario”, es lo que parece ser objeto de interés en todas las entrevistas, sean  tradicionales, cara a cara con el autor, o los cuestionarios en espacios digitales tan en uso. Para mayor especificidad, las preguntas con que siempre me crucifican son:
  • ¿Desde cuándo escribe?
  • ¿Cómo supo que quería ser escritora?
  • ¿Cuándo se dio cuenta de que era una escritora?
  • ¿Por qué escribe?
  • ¿Cuáles son los problemas que tiene que enfrentar?

Asumiendo que los entrevistadores son una metáfora de mis lectores, veo propicio este diálogo para encontrar con ellos alguna respuesta válida,  y, para abordar la primera interrogante, recurriré a un pasaje real en el que, como en los tiempos bíblicos, un buen día apareció en mi andadura, cierta persona y con sus sencillas palabras, me transportó a las experiencias fundantes de mi ser, del que sería, como habitante del reino de lo literario. Fue en 1998, y en una terminal, cuando de pronto tuve ante mí a Disnalda Fernández,  prima hermana que no veía en años y en la algarabía de los saludos, reparó en mi equipaje. Enseguida le expliqué que me iba a Nueva York, invitada a leer mis cuentos en el Encuentro de Escritoras de Hunter College. Sorprendentemente, como si hablara para sí, me ripostó: ¿Y ahora es que lo saben? Psst, a mí  los comentarios sobre los cuentos de Emelda Ramos me dan risa. Y se lo digo a todos: eso no viene de ahora. Lo que yo primero me acuerdo de Emelda Ramos, viene del tiempo en que dormíamos cinco o seis en el cuarto grande y nosotras, qué bárbaras, la dejábamos levantada, parada en el medio, y sólo cuando las grandes  ya estábamos acomodadas bajo los mosquiteros, le decíamos: ¡ya, empieza! Y ahí ella rompía a contar cuentos hasta que nos vencía el sueño. -Y cambiando bruscamente su discurso, prosiguió:
¿No te acuerdas? Ah, pero un día te descubrí Emelda Ramos. Esos cuentos, eran los mismos que abuela Mamá Justa nos contaba, pero tú, con siete años, porque yo no creo que tuvieras ocho, tú sabías cambiarle el principio, o el nudo del medio o el final, ay Santísimo,  pero con un encanto…Para que lo sepan: cada uno viene al mundo a algo y tú, viniste a inventar cuentos.”
Dicho esto, me dio un abrazo  apretadísimo y se fue como había aparecido, dejándome en la nube de una epifanía, investida con el reconocimiento de un oficio inmemorial, el de cuentacuentos y, curiosamente, hasta aliviada del temor que sentía por la oposición del médico a que aún convaleciente de bronquitis, me expusiera al frío otoño neoyorquino.
La perspicacia de aquella hermana de la infancia, que en un monólogo para mí imborrable, rasgó el velo del tiempo, suscitó mis recuerdos y me hizo verme, en una imagen prístina de mí misma, vestida en mi pijamas de algodón estampado en muñequitos, gozando mi vocación; todavía me asombra. Y en cuanto a la artimaña en que me descubrió, para recrear lo cuentos tradicionales, si bien es cierto, elemental y comprobable que inventar es fácil, lo difícil es acertar; repetir es fácil, lo difícil es innovar; puedo hoy anclarme en la afirmación de un teórico como Noé Jitrik: “Si el cuento que cuenta un contador, se percibe, se aprecia, se estima y es objeto de reconocimiento, por debajo y en filigrana ocurre otra cosa, ocurre lo que llamamos la escritura, un río subterráneo que no puede ignorarse aunque bien puede ser que no se vea”. De este modo,  para saber desde cuándo escribo, he de remitirme a la niña, precoz cuentera, sí, pero en la que ya la escritura, ejercía una irrefrenable fascinación, cuando veía escribir a la tía Aurora, en un cuaderno, los nombres y las cuentas de su colmado, en la casa de la abuela, donde me llevaron a vivir esa temporada. Tanto presioné y le supliqué enseñarme que, fueron las bellas manos con que rezaba el rosario, me cosía vestidos y tocaba la guitarra, las que me guiaron en el trazo de las primeras letras. Asimismo, mi fervor y la celeridad con que dominé el silabeo, construí palabras, uní frases, y aprendí a escribir mi nombre, fue lo que motivó a las maestras de la escuela rural de San José - La Herrera, a transgredir la reglamentación, aceptarme antes de la edad de rigor, y llevando el biberón de  leche para el recreo.
Para mi pasión por escribir ya no bastaba el papel, pues entonces fue cuando descubrí ciertos árboles y plantas, cuyas hojas permitían ser escritas en su envés, usando palitos o espinas de naranja, y en ese “arte” me perdía por horas a la vigilancia de los mayores, y al estorbo de los menores, entre ellos, mis numerosas primas. Pasados dos años, las maestras visitaron a mis padres para aconsejarles que me llevaran al pueblo,  a la escuela modelo de la insigne hostosiana María Josefa Gómez, lo cual supuso una ruptura: el distanciamiento del mágico mundo de mi abuela Justa Bretón Reyes, con su peculiar versión de Las Mil y Una Noche; sus radio-novelas cubanas,  así como las lecturas en voz alta de El Mártir del Gólgota, El Judío Errante, Quo Vadis, El Cáliz de Plata, San Francisco y tantas bellas hagiografías…pero, María Josefa Gómez, se presenta en mi vida con verdaderos perfiles proféticos.  
Sólo logré ajustarme al nivel de exigencia (hoy se dice excelencia) de su escuela, porque conté con mi padre, que si bien fue estricto y controlador en grado superlativo, siempre potenció mi autoestima, para muestra de lo cual, memoro su empeño en comprarme, inmediatamente pasaba un grado, el libro de lectura del siguiente, para que, “leyéndolo en vacaciones fuera adelantada”; y me atraviesa la imagen de mamá, repasando siempre conmigo los poemas que recitaría en los actos  escolares, mientras planchaba con todo primor mis uniformes.
Desde los primeros cursos, fue sintomático, que mis horas  predilectas fueran las de lectura Comprensiva, lectura Expresiva y por supuesto, la Composición, que era odiada por mis compañeras. En el quinto, mi maestra Doña Nené Navarro le mostraba mi cuaderno de composición a la Señorita Gómez, y fue en séptimo donde Josefina de Ovalles le llevó mi Viaje Imaginario a Italia. Sentí pavor  al oírla decir desde la puerta del aula: Señorita Ramos, acompáñeme a la dirección. Y allí, tras someterme al escrutinio que la convenció de que mi texto no era un plagio, en lugar de devolvérmelo, me dio un libro para que lo leyera en casa: La Buena Tierra de Pearl S. Buck (1892-1973).
La clarividencia de esta educadora queda de manifiesto en:
  • El género: no me dio a leer un poemario, un ensayo o una obra de teatro, sino una novela, supo que sería narradora.
  • El autor: escogió a una mujer, que  obtuvo un Pulitzer en 1932 y el Premio Nobel en 1938.
  • El contexto: como todas sus obras, se desarrolla en Oriente, donde desde niña vivió con sus padres misioneros norteamericanos. Me abrió la puerta a un mundo cuya filosofía ha sido cardinal en mi vida.
  • Siguió prestándome todas las obras de Buck y al final, sentía que eso era lo que yo quería ser, una escritora de historias maravillosas, que conmovieran e hicieran feliz al que las leyera.
Pasó mucho tiempo antes de que supiera que la profesora la Srta. Gómez también era escritora, pues había publicado El Niño y Lo que a él le Debemos y otras  conferencias  y para remate, en recientes investigaciones encontré que ella era  muy amiga de Ercilia Pepín, Aurora Tavarez Belliard y de la célebre autora del  Ideario Feminista, Abigail Mejía; entonces supe porqué mi admirada madrina de bautizo Angélica Tejada, la llamaba Josefita y a menudo tenía que ir con ella a unas importantes “Juntas”. Se trataba de las Juntas de Acción Feminista de la cual era una destacada representante.
Pero volviendo al hilo de lo que intento responder, auxiliándome de estas evocaciones, puedo datar con certeza desde cuándo supe que quería ser escritora: desde que contaba doce años.  Aún más, puedo precisar que este ideal tomó cuerpo en mí, a los trece años de edad, cuando otro personaje histórico de mi pueblo, me dio a leer El Diario de Ana Frank. Fue la Dra. Fe Violeta Ortega, heroína de la resistencia, compañera de lucha y celda de Las Hermanas Mirabal. Creo que Ana Frank me dejó sembrado, con su trágica vida, un sentimiento de amor a la libertad, a la palabra, y tal vez, ante la fragilidad de la vida, una reafirmación del vitalismo, que dicen me caracteriza, ese pulso de vitalidad que decía Ortega y Gasset, “es propio de cada alma, manantial que luego se deshace en los mil arroyos de nuestro pensar, sentir y querer” , y que sospecho me ha llevado a la búsqueda de lo que creo interesante, bello, sagrado.
Ahora bien, del querer al ser, largo trecho hay que ver. Pues el poder iniciático de la escritura luego la pasión por la lectura, me conducen, en el umbral de la adolescencia, a la íntima convicción de que sólo en la literatura, siendo una escritora, sería feliz. Pero dicen los entendidos que: “Es escritor quien sabe lo que hace mientras lo hace, hasta sus consecuencias”. Entonces cabe preguntarse si todos los papeles que emborroné, intentando sin saber, expresar la interpretación del mundo, el sentimiento de la belleza que me rodeaba, y me poseía, a veces hasta sufrir; si en verdad eso, se puede considerar un acto literario. Anhelaba ser una escritora, pero ¿cómo podía serlo? No tenía la menor información  de que para serlo, se pudiera estudiar, al menos, no en la ínsula donde nací. Honestamente, no recuerdo si este laberinto me produjo mi primera gran angustia existencial. Si hablo de frustración, estaría elaborando, y la conciencia ética, se impone sobre la capacidad ficcional. Sé que leía frenéticamente todo lo que pudiera y que escribía a escondidas, las eclosiones emocionales propias de la primera juventud; lo cual coincide con la etapa en que el bosque dejó de ser el lugar de juegos, y hacia él escapaba con una novelita rosa, una revista Selecciones de Reader Digest, o un cancionero, directa a una mata de cacao, cuya posición me permitía ver con nitidez, el azulado Cerro de la Cruz, que para entonces creía poco menos que un Himalaya. Y de esos raptos contemplativos sólo me sacaba la voz de mi madre llamándome a la cotidianidad familiar.
A los dieciséis, concluyo en el colegio de las monjas, mi bachillerato, y tengo que irme a la capital, para iniciar los estudios superiores.  El año 66, tiempo de la postguerra, con la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), en lucha por el medio millón, y yo inmersa en la segunda fractura emocional que supuso el dejar Mi casa de frente al Azul. Mas, por ventura me tocó como maestro de Letras, un ser extraordinario: Bienvenido Díaz Castillo, quien además de mantenernos en permanente lectura, nos instó a crear un boletín, El B6, y para él, produje textos, entre los cuales sólo me quedó en la memoria una Elegía al Cerro de La Cruz, que ponderó muy bien y pareció más intrigado por otros que calificó de “prosa poética”. Sin saberlo, como el maestro auténtico, que trabaja para la trascendencia, su impronta en mí se evidencia en el hecho de que al elegir carrera, opté por Educación mención Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, UNPHU, donde por cierto, de entrada conocí a uno de los autores que nos hizo estudiar: Max Henríquez Ureña.  La historia de la literatura dominicana la impartía Esthervina Matos, con su propio texto, el cual, me hizo abominar del de Balaguer, que era entonces como la biblia, no por apasionada lealtad a mi maestra, sino porque me comunicaba mayor sustancia y placer por estudiarlo. Fue la primera escritora que conocí, porque a una joven profesora Jeannette Miller, sólo llegué a verla en actos culturales de la UASD, donde escuchaba siempre el comentario: “es poetiza”; en cambio a Esthervina Matos la traté de cerca, visitándola, escuchándola discurrir,  lo mismo que ahora estoy haciendo yo, vaciando todo lo acumulado en ese periplo que es nuestra propia búsqueda como escritora. Con igual agrado escuchaba las cátedras de Antonio Fernández Spencer, recién llegado con su premio de España, y allá se iba, dejando el programa de Historia de la Cultura al garete, y casi olíamos el aroma del tabaco y el vino de los poetas tertuliantes, en los cafés de Madrid. Y llegó el año 68, creo que el último semestre, cuando entré una tarde a la clase de Historia de la Literatura Hispanoamericana, y me dijeron los compañeros, muy circunspectos: “te está buscando el profesor”. Era Carlos Federico Pérez, (1912-1984), nieto del poeta  José Joaquín Pérez, y autor de la novela Juan, mientras la ciudad crecía. En efecto, lo encontré buscándome por los pasillos, con el ensayo que recién le había entregado y, al identificarme, se sorprendió y dijo: ¿Tan jovencita y con ese nervio literario? ¿Qué escribes?
Su mirada profunda, negriazul, me penetró y yo, en un susto, le dije bajito: Un diario, cartas imaginarias, poemas en prosa... El, tan suave y gentil siempre, como desconcertado, casi  me interrumpió: No deje de hacerlo, y lea, usted es una escritora en potencia -movió la cabeza- ¡Ya es una narradora en agraz!, ¡pero lea!
En el estrecho pasillo balconado, me sentía Sancha, recibiendo el espaldarazo de El Quijote. Es que, el también autor de Evolución Poética Dominicana, no sabía que si algo yo hacía era leer, pues el régimen de internado de la residencia Teresiana donde vivía, lo propiciaba; a la sazón, una de las españolas, María Luisa Ortega, dirigía un grupo de teatro donde llegué a protagonizar papeles principales como Cecilia en La Muralla de Casona y El Diablo en una obra de Lope de Vega. Es cierto que allí mi desaforada pasión lectora también me metió en líos, cuando empecé a leer los existencialistas: Camus, Sartre, Beauvoir, etc. y  a la Generación Perdida: John Dos Passos, Hemingway… Me encontraron bajo el colchón la novela de un ateo, y me la confiscaron; pero ahora, esos son recuerdos agridulces que atesoro, como aquel concurso en que gané una colección de obras por escribir un villancico.
Como mi padre me propuso, retorné al hogar y a ejercer de maestra en mi pueblo, sin embargo, tuve que volver a la capital, en el verano del 71, para el entrenamiento del plan de Reforma de la Educación, y de nuevo aparece de manera inopinada, una luz en el hontanar de mi vida, aún expectante de algo indefinible, pero presentido. La Maestra Inés Constanzo, me invita a participar en un taller de análisis del cuento que impartiría en la UASD, a un grupo selecto, la experta argentina Aidé Bermejo. La opción implicaba faltar por tres días al entrenamiento, pero no tuve la menor vacilación y desafiando posibles denuncias laborales,  deserté del curso oficial y me integré a esta experiencia. Asturias, Quiroga, Cortázar, un día dedicado a cada uno, para trabajar, analizar, comparar la estilística, las técnicas. Fue una orgía de saberes, de descubrimiento estético-didáctico y en lo personal, confieso sin rubor, que fue mi gran descubrimiento de la narrativa latinoamericana. Desde entonces, empecé a emborronar mis cuartillas con otra conciencia, no obstante, para que una vez más se evidencie, lo largo que puede ser el camino a recorrer por una lectora-escritora en búsqueda, diez años después de aquellos hallazgos, en 1981, acontece un hecho singular y decisivo. Mi esposo Francisco, encuentra unos manuscritos en una caja, que mientras yo hacía un curso en París, tiraron por inservible al traspatio. Los lee y decide, en un acto que parecía inesperable, su inmediata entrega a Manuel Mora Serrano, abogado como él, y contertulio; declarando: Tú nada más escribe y escribe, pero nadie lo sabe; Manolito es un crítico y le publica a muchísima gente desconocida.
Después comprendí que lo había hecho, porque me sabía desolada por la muerte de nuestro recién nacido hijo Armando. Desde luego, escogió tal vez al azar, un sobre, donde se amarillaban algunos textos que databan de la década anterior, pero Mora Serrano no sólo los publicó y comentó sino que me invitó a la tertulia del Grupo Literario del Cibao, al que llegué, como un eslabón suelto, para integrarme con los escritores que cronológicamente me correspondía tener como compañeros: Cayo Claudio Espinal, Rafael Eduardo Castillo, Héctor Amarante, Sally Rodríguez, Pedro Pompeyo, José Enrique García, Pedro Gris, los cuales venían de experiencias y acervos lectores muy diferentes a los míos.
Me aproximo a ese claro del bosque en que, lo veo meridianamente: el contexto donde naces, sumado al desarrollo de tu sensibilidad, te hace escritora en una u otra generación. La mía resultó ser la ochentista, pues fue la década en que tomando opciones, muchas veces riesgosas, emergí a la literatura. Tiempos duros aquellos en que yo, una profesora de pueblo, casada con un abogado, dos hijas pequeñas, los dejaba, (bajo el halo protector de mi madre), siguiendo una vocación, un llamado al que respondía casi instintivamente al arte y a la literatura: el proceso de autoconstrucción, de autopoiesis. Por eso en el 82, conocí a Chiqui Vicioso, en el taller que impartía Pedro Mir en Casa de Teatro y de ese lance estético-didáctico, escribimos años después en coautoría, una obra, y además de la fraterna amistad  que nos ha unido desde entonces, fue ella quien a su vez me orilló a las creadoras, cuyo concierto de voces constituyen lo que el reconocido crítico, polígrafo y Académico de la Lengua, Bruno Rosario Candelier clasifica como: El Boom femenino en la literatura dominicana: Sabrina Román, Carmen Imbert, Miriam Ventura, Marianela Medrano, Yrene Santos, Carmen Sánchez, Ángela Hernández, Aurora Arias, Ilonka N. Perdomo.
En 1983, obtuve el premio de narrativa del concurso del Ateneo Minerva Mirabal, y el presidente del jurado, el narrador Virgilio Díaz Grullón, declaró mi obra El despojo o por los trillos de la leyenda,  “una novela fascinante”. Por su recomendación, Editora Taller la publicó y su puesta en circulación fue presidida por Juan Bosch, quien expresó en varios contextos: “Este país es una caja de sorpresas. Figúrese,  una muchacha, por allá, por el Cibao, que vive en un campo de Salcedo, escribe una novela para recoger sus tradiciones culturales y hacer nada más y nada menos que, eso que planteaba Pedro Henríquez Ureña, rescatar la variante del Español.¿ No es maravilloso?
Esto es más o menos, lo que he podido fijar en mis recuerdos, de lo que me refirieron distintas personas y de distintas formas, pero lo que el tiempo no puede desfigurarme es el respeto y el afecto que desde entonces  me manifestó, lo cual en nuestro país, era casi impensable que un intelectual o un gran escritor le demostrara públicamente, a una escritora bisoña, provinciana, con un solo título en su haber.
En 1985, participé en el Congreso de escritoras de la Universidad del Estado de Wichitta y mi ponencia Hacia una narrativa femenina en la literatura dominicana, fue publicada en su antología, por considerarla pionera en la presentación en Estados Unidos, de una autora tan importante como Hilma Contreras. La estudiosa de la literatura dominicana, Daisy Cocco de Filippis lo antologó traducido al inglés en su colección de ensayos escritos por mujeres dominicanas: Documents of  Dissidence (2000), cuando ya la colaboración, entre nosotras le había abierto a mi modesto trabajo espacios insospechados. Por esto, cuando he dicho que fue en Estados Unidos donde por primera vez me sentí tratada como una escritora, me estoy refiriendo a la acogida en su casa, a la participación en su tertulia de escritoras, a las lecturas de mi textos en reputados centros académicos: York College, Centro King Juan Carlos I, City College, Boricua College, Hostos Community College, etc.
Tengo que consignar que el Encuentro de Wichitta, supuso un darme cuenta de que no conocía ni exhaustiva ni profundamente lo que escribían mis congéneres escritoras, por lo que,  adoptando la consigna “Leámonos las unas a las otras”, asumí el personal compromiso de participar en todos los escenarios donde fuera posible compartir mis hallazgos, y en esta suerte de cruzada de motivación a la lectura de los textos desde la perspectiva femenina, obtuve la íntima satisfacción de que podía ensayar el ensayo. Arribaba  así, a la definición que antes esgrimía: “Una escritora es la que sabe lo que hace mientras lo hace, hasta sus consecuencias”. Cuando martillaba tanto en aspectos como las constantes temáticas, el tratamiento, la textura del lenguaje, en la literatura femenina, sabía que muchos torcían el gesto, no me daba a entender todo lo que esperaba, y hubo malentendidos, y en ese tenor, mis intentos ensayísticos, casi como de encargo, restaron tiempo a mis ficciones, y es el motivo por el cual,  hasta el 98, vuelvo a publicar un volumen que en verdad, contiene dos libros: De Oro, Botijas y Amor. Esta colección de historias, me ha ganado innúmeros lectores, y me enteré en la WEB, que fue el libro de cuentos más vendido, según lista de ventas de los libreros, al punto que, agotadas  sus dos ediciones, tuve que a publicar una selección: Ocho Cuentos de Oro. Sobre todo, entre las alegrías que me ha aportado hay una muy especial: fue escogido por la Fundación Nacional de Ciegos, para ser traducido al idioma Braille  y saber que los dos tomos están en el acervo de las bibliotecas para invidentes de Madrid, México, Boston, me produce un estremecimiento indescriptible. Y no puedo dejar de hacer mención de que ha sido analizado en un seminario de literatura caribeña, en la Universidad de Oriente, Cumaná, Venezuela y dentro de la producción textual, se destacó el denso ensayo de Carmen Blanco,  académica que no conozco, con el título: Configuración del tiempo en De Oro, Botijas y Amor de Emelda Ramos, del cual dio a conocer un extracto, la revista literaria dominicana, Mythos.
Diccionarios de la literatura dominicana me incluyen y diversas antologías, como Onde, Farfalla e Aroma di Cafeé, Storie di donne dominicane, donde aparece mi cuento Areyto  traducido al italiano, poco a poco te van convenciendo de que eres una escritora dominicana, y luego, Letra Negra, una editorial centroamericana, me publica mi Antología de Cuentistas Dominicanas, con un prólogo: Cuentistas Dominicanas del Siglo XX: la construcción de un espacio narrativo propio, con lo cual sentí que modesta pero seriamente había contribuido a dar a conocer las voces de mis colegas, por tanto sí,  puedo considerarme una escritora,  pero ¿qué escritora? En la mayoría de estas compilaciones me registran como autora de leyendas y narraciones campesinas o folklóricas. Fue entonces cuando, para liberarme de esa etiqueta, reuní narraciones de varias décadas: Nueva York, mi primer octubre, de los 70; Escalera de Fuego, de los 80; El túnel de los 27, de los 90; y Alada, del 2000. Su unidad radica en que todos tienen un contexto urbano, en el cual había tenido que residir o interactuar, por determinadas circunstancias de mi devenir, abrumada siempre con el lastre del temor que todo campesino carga a la ciudad, pero en igual medida deslumbrada por sus misterios.
De modo que situada en la cuestión más difícil de responder, porque las anteriores:  desde cuándo escribo, cómo supe que deseaba ser escritora, y cuando me di cuenta que lo era, son interrogantes que atañen a la categoría tiempo y, el tiempo es el ámbito en que, narradora al fin, estoy más confortable, pues se trata de historiar unos hechos, revisar testimonios, reseñar el encuentro con personajes que han ido marcando los hitos clarificadores del sendero de autoconocimiento, de la escritora que soy, y en eso me asiste mi buen amigo el dios Cronos. Pero cuando se trata de adentrarme hasta el claro del bosque, donde se visualice el porqué, de un acto tan subjetivo, tan inaprensible, ambiguo, elusivo, como el acto literario…, es cuando llegamos a la máxima dificultad. Posiblemente, porque vamos abordando y resolviendo de manera diferente, en cada etapa, después de cada experiencia, a todo lo ancho y lo largo de la vida,  esta cuestión.
Solía decir que escribo porque la realidad me interpela y asumo responderle de la única y personal forma en que puedo, siento y sé. Bueno, en el caso de mi libro Angelario Urbano, me sentí señalada, reducida a escritora de leyendas folklóricas y respondí con textos de personajes y vivencias citadinas; pero ya estaban escritos mucho antes y por otro costado, nada tiene en común con el discurso ni la estructura de mi siguiente libro de relatos Los Oficios y Placeres de Miralvalle.
Extrañamente, siendo el acto literario un recóndito acto de libertad, el querer llegar a su porqué, en vez de permitirme avistar el claro del bosque, parece enmarañarlo, espesarlo, oscurecerlo. Empero, no en vano fue Heráclito el Oscuro quien dijo: “Si no esperamos lo inesperado no lo reconoceremos cuando llegue”.  Y eso, lo inesperado, bien puede ser el impulso interior, apremiante, que genera cierto vacío, que sólo puede resolverse en la generación de una energía espiritual: la escritura creadora. Esta explicación me parecía sencilla, orgánica, entendible, cada vez que la expresaba. Pero ahora me luce un tanto demasiado hecha y para no desdecirme,  mejor debiera matizarla o dimensionarla a costa de lo que piensan otros referentes más sugestivos cuanto más conspicuos: Gabriel García Márquez, quien declara: “Escribo para que me quieran”; o Julián Marías: “Porque la literatura es el único medio de proyección personal del hombre”. Y con ello alude a la proyección hacia el otro, el  lector, a quien busca todo escritor o escritora.
De modo que, en un ejercicio de auténtica humildad, tendría que admitir que escribo por la necesidad humana de ser valorada o para dejar en mis historias un retazo de lo que soy y de lo que desearía ser, pues al fin y al cabo, hay pensadores como Unamuno que afirman: “lo que desearíamos es lo que verdaderamente somos”. O bien me aventuro a plantear que, en la búsqueda del conocimiento, de la identidad, de saber lo que somos, que es común a todas las escritoras, llámense Virginia Elena Ortea, Virginia Peña de Bordas o Virginia Woolf, quizás buscamos encontrarlo, a través de  las historias que fabulamos, al reencarnarnos en otras vidas, en las vidas de los personajes que creamos.
O las escritoras en general, somos seres con una sensibilidad tan en carne viva, con unas antenas tan alertas al mundo que nos circunda, que sufrimos un constante proceso de expansión y a través de la escritura, el opuesto, el de contracción, hasta llegar a realizarnos en micro mundos.
Finalmente, debo referirme, a la postrer interrogante: como escritora, los problemas que tengo que enfrentar, pluma en ristre o más bien, índice en ratón (mouse), deberían ser los mismos que tienen que vencer las demás colegas; pero una vez más, reitero, lo determina el contexto en que nací, y en el que aún vivo. Las hijas crecieron, se formaron, son profesionales, seres excepcionales, que han colmado bellamente mi existencia. Pero los llamados “hijos de la fantasía”, los proyectos literarios, concluidos unos, en revisión otros, y germinando algunos más, a ellos, a su realización, los  problematiza la perpetua batalla cotidiana, el tiempo material en que discurre el mundo personal y sus tareas, propias del mero oficio de vivir. Si bien desde 1983, trabajo en la Universidad Católica Nordestana UCNE, de San Francisco de Macorís, tras la muerte de mi padre, estoy al frente del patrimonio que con tanto esfuerzo y amor él y mamá nos legaran; pero soy de los hermanos la única que no emigró, y por obligación, amor y deber, para con las fértiles y hermosas tierras ancestrales, desde el 2005, cuido de ellas. Así es que, mi día comienza a las seis de la mañana, cuando, tras la primera meditación, tengo que preparar y tomar el café con los trabajadores y luego planear y disponer su desayuno y almuerzo con Ramona, nuestra cocinera desde hace años. Sólo entonces puedo volver a la página; pero no bien escribo, leo o consulto para lo que estoy redactando, debo prepararme para viajar unos 25 km. al campus de la UCNE, donde me espera una agenda de compromisos académicos, que puede prolongarse hasta el atardecer, en que regreso a mi Casa de Frente al Azul, anhelando el espacio creador donde es posible el apasionante, e inesperado encuentro con lo inesperado.
Inesperadamente, vislumbro agradecida que este diálogo, donde he pretendido compartir mis candorosos inicios, mis dubitaciones, hallazgos y expectativas de escritora, irá a la carpeta de los proyectos que me esperan, pues bien puede considerarse el sketch a desarrollar, de  mis memorias. Amén.







Referencias bibliográficas
* Fuertes Gloria. Aldea Poética.  Madrid: Editorial  Opera Prima, 1997.
*Martín Gaite, Carmen. El Cuento de nunca acabar. Madrid: Editorial Trieste, 1983.
*Buck, Pearl S. Obras Completas. Barcelona: Plaza y Janés, 1961
*Matos Esthervina. Estudios de Literatura Dominicana. Ciudad Trujillo, 1955.
*Pérez, Carlos Federico. Evolución Poética Dominicana. Buenos Aires: Editorial  Poblet, 1956.
*Cocco de Filippis, Daisy. Dominican women essay, Documents of Dissidence.
2000.

CUENTOS DIMINUTOS, EMELDA RAMOS



"Estos minicuentos de Emelda Ramos, están llenos de un sabor especial y de un bien escribir que es común en ella; algunos son valientes, pero me llenaron de perfume los que tratan de buscar un sabor medieval, que encuentro en pocos escritores dominicanos. Creo que por su unidad el libro tiene además un valor novedoso, su estructuración pensada es la de una escritora madura capaz de pensar lo que escribe y llevarlo al papel o las letras con la veteranía que da el uso continuado de la gramática. "
Marcio Veloz Maggiolo

"Brevísimamente, con vocabulario sofisticado, estos "Cuentos Diminutos" de Emelda Ramos recuperan, desde su epígrafe, raridades del pensamiento y del idioma como un gigantesco punto de luz."
Dra. Cristiane Grando
Escritora. Traductora. Gestora Cultural. Profesora. Universidade Federal da  Integração Latino-Americana UNILA-BRASIL

"Algunos de los Cuentos Diminutos de Emelda ramos, colindan con la poesía, en los intersticios de las palabras, donde se suspende el sentido y aflora la desfamiliarización; allí reside lo numinoso. Otros de sus cuentos se acercan a la aporia o al aforismo, y entonces, el lector debe poner de su parte y convertirse en su cómplice para extraer una multiplicidad de sentidos. En un atmósfera colonial o gótica, en astillos, apartamentos antiguos, así como también en jardines y bosques, cohabitan personajes insólitos, amantes desesperados, fantasmas y visionarios, animales fantásticos y plantas. En esta colección, mitad bestiario, mitad herbolario, y además anecdotario íntimo, la autora nos hace entrega de una serie de filigranas en miniatura entretejidas con paciencia y esmero."
Fernando Valerio Holguín
Colorado, State University